La Moda Posmodernista
La moda en la postmodernidad
Que la moda sea total quiere decir que se ha convertido en el modo de irrumpir toda realidad en el ámbito social.
La moda ya no es algo meramente relativo al vestir. La moda es, según la conocida tesis, un fenómeno social total. Por eso, esforzarse por comprenderla supone ampliar la reflexión al contexto sociocultural y antropológico.
Que la moda sea total quiere decir que se ha convertido en el modo de irrumpir toda realidad en el ámbito social. Constituye el fenómeno mismo de lo social. Ese carácter totalizante de la moda es el resultado de la confluencia de tres características de nuestro mundo:
En primer lugar, de la necesidad imperiosa de generar artificialmente un espacio común en un mundo cada vez más amplio y más vacío en virtud de la incomunicación personal de fondo de los individuos que lo habitan. Hoy es necesario establecer la comunicación entre personas muy diversas y muy distanciadas, en la medida en que la sociedad se ha hecho pluricultural y globalizada. Esta situación aumenta la necesidad de tipificar la realidad para poder establecer con cierta precisión los sujetos del diálogo social y los términos del consenso. Los medios técnicos para lograr ese artificio son la imagen y las telecomunicaciones. En un mundo en que la mediación espacio-temporal se ha hecho muy compleja, la imagen se muestra como el vehículo inmediato de la comunicación: aquello que compartimos se hace de imágenes tipificadas repetidas, de lugares y sentidos comunes, que se hacen comunes en virtud justamente de su repetición. Pasado un tiempo, cambian las imágenes y con ellas nuestra existencia común.
En el espacio intercontextual generado artificialmente, la moda ha venido a ser el nuevo lenguaje básico[1]. No un “pérfido” lenguaje, sino quizás el único posible en las condiciones actuales de la existencia social. La palabra y el diálogo han sido sustituidos por la imagen y la moda: es ahí fundamentalmente donde nuestros espíritus comunican. Algunos de los oráculos de nuestro tiempo lo diagnostican con claridad: así G. Lipovetsky en su conocido ensayo El imperio de lo efímero, considera la imagen como el artífice máximo de la civilización superior que ha tenido lugar en la historia. También J. Baudrillard estaría de acuerdo en considerar la moda como fenómeno cumbre de la civilización. Por su parte M. Kundera se refiere a la imagología, es decir, la capacidad de creación de simulacros y sucedáneos, como el milagro materialista de nuestro tiempo[2].
La moda en su combinación con la imagen ha llegado a convertirse, por tanto, en el fenómeno del renacer a la realidad de cualquiera de los aspectos de nuestra existencia. Consideramos algo como real cuando aparece ante nuestros ojos y puede ser contemplado por todos al mismo tiempo y en el mismo sentido, no importando a los efectos de la realidad si proviene de la imaginación o del sueño. En efecto, como bien expresa G. Vattimo, máximo representante de la postmodernidad filosófica: “eso que llamamos la realidad del mundo es algo que se constituye como contexto de las múltiples fabulaciones”[3].
La moda es por tanto, una categoría de la existencia individual y colectiva, que en la misma medida en que se ha hecho total ha venido a ser universal.
En segundo lugar, el carácter totalizante de la moda se ha hecho posible por el economicismo capitalista, que ha venido a configurar el orden en que tienen lugar todas nuestras acciones. Como sugiere M. Rivière “la moda ha ayudado a construir el paraíso del capitalismo hegemónico”[4]. Sin duda, capitalismo y moda son realidades que se retroalimentan. Ambos son un motor del deseo que se expresa y satisface consumiendo; ambos cuentan de modo especial con emociones y pasiones, con la atracción por el lujo, por el exceso y la seducción. Ninguno de los dos conoce el reposo, avanzan según un movimiento cíclico no-racional, que no supone un progreso. En palabras de J. Baudrillard: “No hay un progreso continuo en esos ámbitos: la moda es arbitraria, pasajera, cíclica y no añade nada a las cualidades intrínsecas del individuo”[5]. Del mismo modo es para él el consumo un proceso social no racional. La voluntad se ejerce –está casi obligada a ejercerse– solamente en forma de deseo, clausurando otras dimensiones que abocan al reposo, como son la creación, la aceptación y la contemplación. Tanto la moda como el capitalismo producen un ser humano excitado.
En tercer lugar, el condicionamiento de toda la realidad por el progreso técnico, que hoy en día es un fin en sí mismo independiente de la vida humana, ha afectado a la moda. Al igual que el arte, la moda sigue las leyes del progreso técnico y se hace autónoma respecto a la belleza, al bien y a la verdad[6]. Para el caso del vestir, por ejemplo, comprobamos en la actualidad la autonomía del vestido respecto al cuerpo –el caso tan conocido del tallaje– y respecto del diseño e incluso respecto del vestir mismo: las últimas tendencias consisten justamente en deconstruir el vestido[7].
Todos estos fenómenos contribuyen a configurar una estética de la frivolidad que lleva aparejada una moral de la frivolidad, tal como la entiende por ejemplo Rorty, las cuales son la expresión misma del pensamiento contemporáneo postmoderno, para el cual la moda parece constituirse en la expresión misma del pensamiento, puesto que pone de manifiesto de modo fenoménico su debilidad.
Para darse cuenta de lo que esto quiere decir basta mencionar a G. Lipovetsky para quien “la mayor lección de la moda es que nos hace comprender, en las antípodas del platonismo, que, actualmente la seducción es lo que reduce el desatino, lo artificial favorece el acceso a lo real, lo superficial permite un mayor uso de la razón, lo espectacular lúdico es trampolín hacia el juicio subjetivo”[8]. Aunque Lipovetsky quizá no lo expresa del todo claramente, lo que parece estar detrás es la tesis nietzscheana, recogida por los filósofos postmodernos, de que lo aparente es lo real.
Lo característico de la frivolidad es la ausencia de esencia, de peso, de centralidad en toda la realidad y, por tanto, la reducción de todo lo real a mera apariencia: es una nueva sofística en la que, al igual que aquella con la que combatió Sócrates, la retórica erística prima sobre la verdad[9].
En efecto, la moda es una suerte de retórica-sofística que nos hace sumergirnos en una orgía de la apariencia. J. Baudrillard diría incluso en una post-orgía, en la que toda la realidad se nos presenta como pura exterioridad absolutamente manipulable. Ya la modernidad fue una orgía, un momento explosivo en que se consiguió la liberación en todos los campos. ¿Qué hacer después de la orgía? Fingir –dirá este autor postmoderno–. “Ya sólo podemos simular la orgía y la liberación, fingir que seguimos acelerando en el mismo sentido, pero en realidad aceleramos en el vacío”[10]. Sabemos que no somos libres, pero fingimos la liberación. La moda viene a ser el concepto de esa liberación sin libertad: posibilidad, transformación sin resistencia sobrepasando todos los límites sin nunca dejar de tener necesidad de liberarse de alguno. El proceso de liberación al infinito se muestra como la mayor atadura. De ahí la necesidad de vivir en la ficción: en la ficción de la liberación.
En la era de la apariencia cada uno busca su look, que es como su identidad de plástico. “Como ya no es posible definirse por la propia existencia –dirá J. Baudrillard–, sólo queda por hacer un acto de apariencia sin preocuparse por ser, ni siquiera por ser visto. Ya no: existo, estoy aquí; sino: soy visible, soy imagen –look, look! –. Ni siquiera narcisismo, sino una extroversión sin profundidad, una especie de ingenuidad publicitaria en la cual cada uno se convierte en empresario de su propia apariencia”[11].
Creo que no se puede describir mejor el actual significado de lo que aquí queremos decir con la expresión “moda total”. En esta situación de apariencia total, se disuelven las diferencias entre bien y mal, verdad y falsedad, lo mismo y lo otro, interioridad y exterioridad. Es la confusión total en la que tampoco hay espacio para el humor, porque como dice acertadamente M. Kundera, “el humor sólo puede existir allí donde la gente distingue la frontera entre lo relevante y lo irrelevante. Y esa frontera se ha vuelto hoy imposible de distinguir”[12].
En lo que hace relación al vestir, la forma de indiferencia, de liberación, más básica para entender la moda actual es la homologación del cuerpo a los objetos, en el sentido de que el cuerpo no pasa a primer plano como lo haría en un naturalismo, sino como impregnado de artificiosidad. Como apariencia y pura exterioridad no hay modo de diferenciar el cuerpo humano de los demás objetos[13]. Uno y otros son presa del poder de la técnica, que es lo único que queda de poder y de dominio en el contexto de la debilidad del pensamiento y la voluntad. La reconversión artificial del cuerpo se constituye de hecho en una nueva religión.
Esta situación aparece descrita de un modo muy claro en el libro de M. Rivière, Lo cursi y el poder de la moda: “La utilización masiva de instrumentos para la transformación del cuerpo es una verdadera religión, supone un ritual, requiere unos sacrificios, unos dogmas y normas morales cuyo objetivo es el acceso a un nirvana terreno: la eterna juventud, el desafío de la muerte. La religión del culto al cuerpo promete una nueva vida en sus ritos y en su magia, presentándose como un desafío al reinado del mal, entendiendo por mal lo natural, hasta que esa nueva vida artificial se convierta en la encarnación del nuevo mal. El narcisismo resulta una expresión excesivamente liviana para reflejar la realidad del nuevo hombre artificial. El maquillaje del yo, machacando al cuerpo en el fundamentalismo laico de su culto para adaptarlo a la identidad soñada, no pretende otra cosa que hacer del hombre un dios de la realidad nueva y esplendorosa que ese hombre trata de inventar”[14].
Es decir que, curiosamente la única forma de dominio que se ejerce es aquella del sacrificio para adaptarse a la apariencia cambiante y sin sentido. Y ese sacrificio pertenece a la única forma de culto posible para el mundo de la exterioridad y es el culto de la figura. Las diosas de ese culto, sin duda, son los y las modelos.
Como decíamos, la estética de la frivolidad lleva aparejada una ética de la frivolidad. El fenómeno de la moda total cuestiona el yo, tal como se había entendido en la modernidad: una identidad racional, definida individualmente, subjetivizada al máximo, con un poder ilimitado sobre su entorno. El yo rortyano postmoderno nos aparece, por el contrario, como un yo infinitamente revisable y compatible con una multiplicidad de identidades incoherentes, es caleidoscópico, especular y puede adquirir en sociedad distintos roles confundentes entre sí. La sociedad consiste entonces en un conjunto de yoes descentralizados constituidos por múltiples piezas de retazos culturales deconstruidos[15]. Como vimos, exactamente igual que el vestido. Desde esta interpretación del yo, no es posible una integración de la experiencia, no podemos hallar una continuidad en la acción que permita hablar de perfección, de cumplimiento de la propia personalidad, sin la cual toda ética no es más que una ética fingida, una ética puramente superficial sin interioridad, una ética frívola.
En la orgía de la apariencia, lo imaginario ha triunfado sobre lo real, pero aún cabe preguntarse dónde queda la realidad. La realidad queda mediada por la ficción, la cual presta al yo postmoderno un gran número de servicios. Veamos cuales son.
Quizás la función clave que ejerce la moda al yo en este contexto general es procurarle una oferta de identidades. La moda es una especie de “supermercado del yo”[16]. La creación de los diferentes looks, no es más que una tecnología de la identidad. Ajusta mis deseos momentáneos proyectados en la imaginación a un tipo social que se me ofrece en el mencionado supermercado: así hoy voy de romántico, mañana de hippie, pasado de mujer fatal, etc. Los constructores del supermercado deciden en su agenda las posibilidades de mi identidad. Lo grave del caso es que además el look supone una identidad definida exclusivamente por la exterioridad, por la apariencia, y reflejada de un modo particular en el vestido, aunque también en los lugares, las costumbres, el lenguaje. Es lo que ocurre hoy con la estética de la delgadez. Se ha impuesto como modelo de identidad contemporánea por antonomasia. Es un componente meramente exterior de la identidad, pero en el que nos reconocemos y fuera del cual, experimentamos un rechazo.
Curiosamente por muy alienante que parezca la identidad prefabricada en nuestra decripción, es un valor en alza. “El éxito de la identidad prefabricada –dirá M. Rivière– es que cada uno se la organiza de acuerdo con lo que previsiblemente triunfa”[17]. Permite por eso la moda un uso utilitarista de la propia personalidad.
Todo eso, sin embargo, no tiene generalmente nada que ver con la historia personal, es más, puede llegar a ocultarla, a hacerla imperceptible a mis propios ojos. La identidad se configura desde fuera de nosotros mismos. Cuantos más ojos tienen los demás para con nosotros, menos capacidad de mirarnos desde nuestro interior nos queda. Los ojos de los demás nos hacen olvidar que somos también protagonistas de nuestra propia historia, que somos más que una mera función del cambio social. No podemos distinguirnos a nosotros mismos de nuestro disfraz. ¿Cómo es posible entonces la ansiada liberación? La salida de ese disfraz es el camino interior. Consiste en alumbrar el propio nombre, es decir, la verdad del propio ser desde lo profundo de cada uno y contando con la propia historia. También entonces la moda tiene un papel relevante, a saber: expresa la identidad, pero no la constituye.
Un segundo servicio que presta la moda al hombre contemporáneo, y que me parece también extralimitado en nuestro mundo postmoderno, es el de ser el espejo social por antonomasia y, en esa misma medida, distorsionar la inclinación natural a la imitación que reside en todo ser humano. Toda situación social se ha convertido en una pasarela. Casi no podemos elegir a nuestros héroes, porque han quedado ocultos tras el brillo de esos escenarios.
En tercer lugar, la moda supone para el ser humano una redefinición del tiempo desde el ciclo de la moda: las famosas “temporadas”. Al final de cada una de ellas se crea una especie de vértigo en espera de lo nuevo. El tiempo queda redefinido otra vez desde la exterioridad. Lo nuevo es puramente cambio y viene a quitar el peso del aburrimiento existencial de las imágenes que se repiten: cambian las formas, los colores, los estilos, las identidades. No soportaríamos que no se diera ese cambio, la existencia se convertiría en algo demasiado pesado.
A la inconstancia del yo le corresponde una inconstancia del tiempo. La moda redefine las dimensiones del tiempo y las reduce a una, que es fundamentalmente el presente. No existe el pasado, porque la moda es efímera. Se desvanece totalmente en cuanto es sustituida. El futuro existe en forma de expectativa, de deseo en presente[18].
El tiempo queda marcado en función de unas expectativas meramente aparentes que, a mi modo de ver, falsean la disposición del ser humano a la esperanza. Y ésta es la siguiente función. Con la recreación del tiempo, queda redefinida la esperanza. La verdadera esperanza que supone, en el ejercicio del espíritu, el descubrimiento de la riqueza del ser de las cosas en la experiencia de lo mismo, de la repetición, queda sustituida por el dejarse sorprender por la novedad. En cualquier caso al no ser radical novedad se agota en muy poco tiempo y de nuevo aparece el aburrimiento y el vértigo, la dependencia de la oferta.
Un servicio de la moda añadido a los anteriores, y éste de gran interés para la clase gobernante, consiste en formar parte de la educación política, de la democratización. Todos los diseñadores se esfuerzan por decirnos, y hasta nos lo hacen creer, que “la moda está en la calle”. Esa afirmación, que a los consumidores de moda siempre nos sorprende, tiene un carácter eminentemente democrático. Desde el periodo de entreguerras, con el surgimiento del prêt à porter, la moda del vestir no ha hecho más que avanzar en un continuo proceso de democratización. El primer paso consistió en que toda la población tuviera acceso a la moda del vestir. El segundo es la posibilidad de manipular esa realidad humana en favor de la aceleración del proceso democrático. En este sentido la moda es un instrumento democrático más para lograr el consenso social. Un medio, por otro lado dudoso, pues, bajo la apariencia de una gran pluralidad y liberalidad genera una indiscutible homogeneidad, como señalaba A. Fikielkraut[19] en un artículo de La Vanguardia de hace ya algunos años.
Por último, el vestir adquiere un papel relevante en la redefinición de las relaciones humanas, que en el contexto de la moda total consiste fundamentalmente en seducir. Aquí viene al caso la conocida afirmación de Yves Saint-Lauren: “La gente ya no quiere se elegante, quiere seducir”[20]. Y eso es ejercer un poder. Lo característico de la elegancia es conservar siempre una cierta distancia para no perturbar la intimidad del otro. Es una forma de respeto. Generalmente la elegancia invita, pero no impone. Por el contrario, la seducción se impone, conduce generalmente a donde no se quiere ir: es un engaño.
La seducción reduce así fácilmente las relaciones humanas al nivel de la inmediatez que se mueve fundamentalmente por impulsos, apetitos, impactos, emociones, sentimientos, comodidad. En ese nivel de la inmediatez todos somos iguales y es muy fácil la manipulación: El “material humano” se hace así tremendamente previsible y, por tanto, flexible para las intenciones del poder.
Ahora bien, siendo tantos los servicios que la moda presta al ser humano de nuestros días –aunque, realmente lo serían si hallasen la medida entre la apariencia y la realidad–, ¿no es cierto que ha descuidado algunas de las dimensiones humanas a que afecta? Vayamos ahora a ellas.
En un sentido físico, el ser humano se viste para aislarse y protegerse del medio. Por eso, cuando no necesita protegerse deja de cubrirse: los pueblos primitivos de las regiones tropicales viven más o menos desnudos. Hay que distinguir aquí, sin embargo, el cubrirse del vestirse. En las diferentes culturas los seres humanos nos cubrimos de diferente modo, según las necesidades que nos impone el medio. Es ésta una necesidad física. Ahora bien, por encima del fenómeno de cubrirse está el de vestirse, que es más que cubrirse, es algo espiritual.
Interesan más aquí, desde el punto de vista antropológico, los rasgos espirituales del vestir.
En primer lugar hay que decir, siguiendo en este punto el análisis de Rafael Alvira[21], que le vestirse es una forma de habitar el mundo, una forma de “tener”.
Como absoluto el hombre pertenece a la esfera del ser, como relación a la esfera del tener. Porque necesariamente el hombre hace referencia a la alteridad, el hombre “tiene”. Su forma de relacionarse con las demás cosas es poseerlas, simplemente porque es en algún sentido superior a ellas. Con las personas la lógica de la posesión es diferente y se llama amor, que es el poseer por medio de dejarse poseer. Tener es ser capaces de añadir algo al propio ser. El hombre, al poseer la realidad, configura el entorno a su medida, según es él mismo. O, lo que es igual , puede “alargar”, “prolongar” su interioridad en todo lo que le rodea. Muy especialmente configura el entorno inmediato donde vive, la casa y el vestido.
Supone, por tanto, una relación entre una interioridad y una exterioridad. Precisamente, porque el ser humano tiene interioridad, y porque cada ser humano es una persona única, hay una infinita modelación del entorno por parte del hombre. Todo lo que tiene que ver con la acción humana puede adquirir muchas formas, aunque no todas, sin dejar de ser humano.
Nos vestimos al caer en la cuenta de que estamos presentes ante otros, que son ajenos a la propia interioridad. Ante esa mirada del otro configuro mi exterioridad como expresión de lo que soy. Esto nos enriquece, porque añade a nuestro ser corporal nuevos significados que expresan la riqueza interior, dándole así a nuestra apariencia externa una gran profundidad. El vestir dice algo de nosotros, pero no nos desvela completamente, de modo que siempre queda algo por conocer. Es la mediación necesaria para el trato social. Nos da la posibilidad de entrar en diálogo con los demás en la clave en que nos hayamos propuesto en cada caso. Los demás se dirigen a nosotros según nos presentemos. El vestir es una invitación al diálogo y al tipo de diálogo que buscamos[22]. En que sea simplemente una sugerencia para ello consiste, como mencionamos más arriba, la elegancia. Esa sugerencia se caracteriza por el respeto a quienes me ven y con los que quiero dialogar. Así no supone una violenta interferencia en su intimidad.
La elegancia no es el lujo o la ostentación, y ni siquiera la riqueza del vestido, sino que es la finura en el trato con los que nos rodean; la elección adecuada para el diálogo adecuado.
El hecho de que exista moda en el vestir nos habla de otro fenómeno espiritual, que tiene que ver con el ya mencionado diálogo, y es la necesidad que tenemos de asemejarnos y distinguirnos de los demás. Ya hacía referencia a ello G. Simmel en la definición que da de la moda: “Así la moda no es otra cosa que una de la formas de vida en las cuales la tendencia a la igualdad social y a la diferenciación individual y a la variedad se conjugan en un hacer unitario”[23].
Las personas necesitamos reconocernos en los demás para no sentirnos solos, pero al tiempo nos queremos distinguir, porque de hecho, somos diferentes en nuestra individualidad. Esa posibilidad de distinción en el contexto de igualdad nos la da, entre otras cosas, el vestido y la moda. Con la mediación del vestido podemos al tiempo acercarnos y marcar las distancias precisas.
El vestir supone, por tanto, una relación entre la interioridad y la exterioridad; entre el ocultamiento y el aparecer. Sin ese claroscuro no hay lugar para una experiencia verdaderamente humana en el ámbito del vestir. El vestido, por tanto, representa la necesidad de ocultar la intimidad a la mirada de los demás y, al mismo tiempo, -pues sólo se puede comunicar lo que de algún modo está oculto- la necesidad de comunicarla “medialmente”, es decir, la necesidad de modelar la propia exterioridad. En este diálogo del ocultamiento y del aparecer hallamos otro significado netamente espiritual del vestir que hace relación a la sexualidad humana: es el pudor.
El pudor no sólo hace referencia al ámbito de la sexualidad humana, sino a todos los ámbitos tocantes a la conservación de la propia intimidad[24]. Pero, sin duda, el hecho de que el ser humano tenga un carácter sexuado hace que el fenómeno del pudor sexual tenga que ver con el vestido. Porque mi cuerpo, soy yo.
Se habla hoy continuamente de “moda unisex”. La indiferenciación de los sexos pertenece a las nuevas tendencias. Ahora bien, eso de ningún modo elimina el juego de los sexos en el ámbito del vestir, porque de hecho la realidad sigue existiendo y la realidad humana es sexuada, aunque se pueda jugar a que no lo es. Hacerlo, lo único que añade es una sofisticación mayor y, por tanto, una mayor confusión, en el juego social y antropológico de los sexos. Es muy difícil pensar la realidad sin tomar en cuenta los valores masculinos y femeninos, sea quien sea quien los represente.
Dicho esto se entiende que el vestir, en la función de cubrir o descubrir, dependiendo de las culturas[25], juega un papel fundamental para que se haga posible una experiencia humana y no infrahumana en la vivencia de la propia sexualidad.
Como conclusión: la moda no es, sin más, un fenómeno advenedizo a la realidad humana, sino profundamente humano, siempre que se ajuste a su medida, siempre que no se abandone al pseudos. La moda a comienzos del siglo XXI, sin embargo, ha sobrepasado con mucho el sentido pleno que tiene dentro del marco de la experiencia verdaderamente humana y, en su totalización, se ha convertido en uno de los modos de alienación del ser humano. Se hace necesario a comienzos del nuevo siglo volverla a pensar integrándola dentro del sentido global de una vida humana plena. Sólo entonces encontrará la verdadera fuerza que permita para ella un despliegue auténticamente creador.
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